La familia del bodyboard

Una cosa es lo que pasa y otra lo que crees que está pasando. La frase, tan cierta como repetida, la había pronunciado el sábado en Socorro Classic el experto Daniel Anfibius durante la charla-taller sobre el manejo de la apnea para sobrevivir en situaciones límite.

En la playa de El Socorro, quienes asistimos por primera vez a un evento de bodyboard creíamos que lo que estaba pasando era una prueba de un campeonato deportivo. Esa era la realidad convocada: la celebración de una prueba de un tour europeo.

La puesta en escena de Socorro Classic no dejaba lugar a otras interpretaciones: el orden que los guardias urbanos ponían en el tráfico, las banderolas, la cantidad de camisetas verdes que corrían de acá para allá garantizando las tareas de producción del evento, los comunicadores –fotógrafos, cámaras de televisión, gestores de redes sociales, redactores–,  la algarabía del público aficionado, la profusión de deportistas con sus tablas, las mallas identificativas de los riders en liza, la voz del locutor que narraba las mangas sucesivas con un relato al mismo tiempo emocionado y preciso, para dar las justas orientaciones a quienes competían y los datos al público, y, sobre todo, la presencia de un conjunto de hombres serios y concentrados bajo una carpa aislada, los jueces de la Federación Europea de Surf, con la mirada fija en el mar, las olas y las maniobras.

Pero si se desviaba el foco de la mirada, si la concentración se posaba, aunque fuera unos segundos, más allá de lo que estaba ocurriendo en la competición, latía una realidad sutilmente distinta. “Esto es un campeonato europeo, gente; 16 años que no veía uno en esta playa. Ustedes sí que tienen suerte, porque esto no se para ya, El Socorro va a dar mucho que hablar”, decía un veterano a quien le quisiera escuchar con ese orgullo por lo propio que quedó marcado en el ADN de las gentes del norte de Tenerife desde que, hace siglos, los ancestros decidieron enfrentar la conquista a como diera lugar.

Los ojos de los chiquillos brillaban de puro entusiasmo, enceguecidos como cuando un rayo de sol alcanza los ojos después de rebotar en la sal. Estaban viendo a sus héroes y heroínas, los podían tocar, hablarles, compartir con ellos plátanos y mandarinas que llegaban a raudales desde las fincas de cultivo ecológico de la zona.

Un poco antes de caer el sol, ante un cielo en llamas, la gente se pintaba la cara con purpurina; por ese taller de maquillaje lúdico que se ofreció en la zona Corona Sunset pasaron todo tipo de personajes: hombres y mujeres, competidores menores de 10 años, un nutrido grupo procedente de Portugal, deportistas y aficionados venidos de casi todas las islas, músicos, incluso, científicos y profesores universitarios. Una señal ayudaba a identificar a la mayoría de quienes practican bodyboard: los cabellos ensalitrados, secos, despeinados y casi rubios, desgastados por el sol y la sal.

En esos momentos de descanso –desde que se salía del mar con la tabla en la mano–, para quien estuviera atento más allá de la clasificación, se abría paso otra realidad, que también estaba pasando más allá de lo que se creía que era lo único que ocurría. Una realidad de fraternidad, compañerismo, admiración y afabilidad que superaba la competencia. Abrazos y sonrisas antes y después del esfuerzo, porque en el bodyboard “está todo enfocado a la pasión y al placer” –había dicho David Valladares con las palabras justas–. Esto, que no ocurre en otros deportes, es lo que une y nutre a este grupo multicolor de personajes que se funden en las olas, lo que lo convierte en una familia de gente que disfruta en un sueño de delfines.

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